Grita, que nadie te escucha

Ya no puedo soportar la adversidad que me reserva este destino, cada día se me hace más insufrible al saber que no es posible remediar lo que sucede a fuerza de no quererlo.

Si de suicidio se trata, ya lo he pensado en años más juveniles, pero hoy ya no puedo aspirar a este bien, siento que debo llevar esta maldita cruz que arrastro por todo el camino y no veo cómo podría mantenerla por más tiempo firme.

He llevado esta procesión en silencio sin contarle a nadie de los clavos y coronas de espinas que he tenido que sufrir en tantos años que recuerdo.

Quiero gritarle al mundo que he pagado un precio alto por mis errores, que los intereses cobrados como kharma no dejan de acumularse y no encuentro forma de saldar tanta deuda. La ironía de la vida me tiene de rodillas ante la adversidad y castiga en donde sabe que me dolerá.

Hay noches que ya no aguanto más la tempestad y se desata aquel nostálgico río que nace en las orillas de mis ojos, de ese lugar tan privado que los hombres reservarmos sólo para los peores males.

Cada amanecer me cubro con la sonrisa vana que al mundo le agrada, pero por la noche, después de apagar la luz, retiro el manto que me cubre y ya solo entre las paredes de mi habitación, veo en el espejo a  un tipo oscuro y sin ánimo de continuar.

Soy invisible para el mundo, pues nadie se ha percatado de la humedad en mis ojos, de la sutil distracción en mis deberes o de los dolores que ahora aquejan a mi vehículo corporal.

Quizá no pueden oír mis gritos porque son proferidos en el silencio del penintente, en el silencio contrito de un andante sin calzado que se dirige al inevitable destino donde todos llegaremos.

Por todo esto digo que es la vida la maldición de la muerte, o escrito ampliamente, es un doloroso tránsito del alma entre la muerte que nos alumbró y esta misma que nos recogerá, cuando por fin la vida se acabe.

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