La triste esperanza que no dice adiós



Las olas del océano avanzan hasta la orilla y traen hasta mí, el recuerdo de la ninfa que alguna vez caminó por estas costas, dejando su huella impregnada, tan profundo en este pecho, que aún guardo su calor.

Despierto en cada amanecer, pero la ondina ya no camina sobre esta arena, ni está jugando en la inmensidad del mar que me rodea. Y en el crepúsculo del fin del día, su figura está presente en mi inquieta imaginación, tanto como está ausenta en mi olvidada piel.

A veces, en el horizonte se levanta una marea, se agita el piélago de mi memoria y pienso en ella. Esta visión despierta mis adormecidos sentimientos, y expectante me ilusiono pensando en cómo su figura emergerá desde lo profundo del pasado, haciendo realidad el recuerdo encarnado de la mujer que aún encierro muy dentro, aquí, en mi corazón.

Con ansia renace la alegría; de mis entrañas se aparta la tristeza con reverencia, diciéndome complacida: desde ahora cambiará tu vida. Y en ese instante, después de la turbación de mis sentidos y del mar que me sepera, los delicados pies morenos de mi doncella... siguen sin acariciar el litoral de mi piel.

Y ya perdido entre la realidad y el ensueño, cuando la noche está sin luna, busco a las estrellas que me orientan al sur, y son mis ojos vigilantes que se cierran por el cansancio que me supera, para despertar nuevamente antes del amanecer, reviviendo la misma esperanza, una y otra vez.

Así, el día se vuelve noche, pero mi pena no se extingue ni si apaga, perdura en el silencio, esperando muy pronto decirme adiós.

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