El fértil campo de mi amada



¡Qué belleza es este campo! Donde las plantas florecen interminablemente, en el ciclo eterno de su imanente felicidad.

Cuando noche, sus pétalos son cálido refugio entre amarga soledad. En el día, es la razón del sol para iluminarnos, y es mi razón para desear despertar.

Oscura es la fértil tierra que la compone, pero verdes son las hojas de sus plantas que absorben grácilmente, los rayos del más allá. Luminosas son sus flores, hasta colmarnos de insaciable color, más de los que nunca podríamos ver... o imaginar.

Un manantial que la recorre, baja desde alturas nevadas, hasta la verde planicie, que se agrieta con suaves quebradas, regadas por riachuelos que cobijan pececillos; porque en este mundo, o en otro, no habitan seres más dóciles, que los que se extravían voluntariamente, dentro de los límites de su bondad.

El rocío matutino, es un refrescante regalo, a la virtud de esta prístina existencia, que no se sometió al mundo que nos rodea, ni necesita la protección de algo, que no sea de su propia naturaleza.

Si acaso extraña algo, quisiera ser yo. Pero no puedo más que vivir como una de esas silvestres criaturas, que se alimentan de los frutos que nos regala cada día; pero también puedo respirar el aire puro de su esfuerzo, y revivir por la mañana de una de las semillas, que ella misma plantó.

Este paisaje único donde habito, se ha vuelto la razón de mi vida. Sólo puedo imaginarme como su pertenencia, porque es tanto que no puedo abarcarla, pero quisiera contemplarla, recostado entre sus arbustos, mientras disfruto cada día de su aroma único, recibiendo como abeja que se alimenta de las flores, los besos húmedos de sus tibios labios, cuando siento con mis manos, la suavidad de este campo, que es su delicada piel...

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