Al pie del campanario: La segunda cita

No me percato que por nueve veces las campanas repicaron; sigo recordando los momentos que con ella viví. Ya sólo tengo fija la mirada en la nada, perdido en el espacio y en el tiempo, en ese mundillo imaginario donde lo imposible puede suceder, pero nunca si se trata del amor de una mujer.

Sin notar que los milisegundos transcurren, vivo en las memorias casi resignado a la posibilidad de no tenerla a mi lado esta noche. Básicamente estoy desmoralizado, sin saber qué hacer.

Recuerdo que en la segunda cita, ella me llevó a tomar un café. Caminamos por la misma urbanización, lentamente como lo permitía mi salud, hasta encontrar uno pequeño donde nos sentamos y disfrutamos de nuestra compañía. Hablamos de pensamientos particulares, de las esperanzas del futuro y del interés que ella tenía por los temas que, precisamente, a mí me interesaban.

Resultó que, para suerte mía, ella no era religiosa, su mente estaba abierta a nuevas ideas, dispuesta a conocer más allá de los tradicionales tabúes y paradigmas cristianos, esos que nos inculcan, prácticamente, desde que nacemos. Elección, sí, esa es mi palabra, que bueno era saber que con ella sería tan sencillo compartir mis pensamientos más secretos.

Después abandonamos agradecidos aquella cafetería. Dos cuadras más allá, nos sentamos en un muro bajo muy cerca a una esquina. La plática fluyó libremente, resultó muy obvio que ambos estábamos interesados el uno por el otro, en seguir hablando y conociéndonos.

Sobre el final, la noche se volvió nuestra cómplice, quizá por el ambiente relajado o la ausencia de la modernidad. Pienso que el instinto que empezaba a nacer en nosotros, nos llevó a abrazarnos y a decirnos frases que nos unieron ya no tácitamente, sinó con evidencia.

Después nos levantamos y nos dispusimos a despedirnos. En esos movimientos, me adueñé de sus manos y acomodé su negra cabellera detrás de sus oídos; acaricié su rostro, que me pareció más suave que la misma seda; segundos después, ella miró al suelo y, con una tímida sonrisa, dijo que se sentía como una colegiala, como una adolescente sin saber lo que debía hacer.

Con mi mano derecha tomé su barbill, la levanté hacia mí; luego rodeé su cintura con ambos brazos y realicé un reducido esfuerzo para  unir su delicada figura a mi cuerpo. Acerqué mi boca hacia la suya, hasta que ella comentó en voz baja que no estaba lista. No sentí decepción alguna, quería esperar el tiempo que ella considere necesario.

Seguí acariciando su rostro y le sonreía francamente, pero estaba concentrado en apreciar su belleza, pues eran esos hermosos ojos moros almendrandos que brillaban como las estrellas del cinturón de Orión, los que me hipnotizaban.

Dos minutos después nos separamos, caminamos de las manos algunos metros, grabé en sus mejillas dos largos besos que no me rehusó, y prometimos un nuevo encuentro.

Continuará...


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