Al pie del campanario: La primera cita
Después de conocernos, caminamos por las calles de una urbanización vagamente iluminada, pero la plática no se interrumpió, fluyo incesantemente sin argumentos elaborados o comentarios indirectos, sólo hablamos y hablamos hasta que cierta constelación llegó al cenit; y como si el destino lo presagiaran las estrellas, nos despedimos mirándonos a los ojos, luego un beso en su mejilla y nos dijimos hasta pronto.
Aquella noche compartimos nuestros pasados. Le comenté que aún estaba en rehabilitación después de un accidente, que por algunos meses me postró sobre dolorosas camas, en áreas con nombres tan depresivos como: Cuidados Intensivos, Trauma Shock, Neurocirugía y otros dos que, felizmente, no recuerdo. No sabía como explicarle que permanecer en cama sin tener la posibilidad de levantarse de esta, era peor que estar en una cárcel. Las diarias punzadas de las hipodérmicas en mis brazos y unas cuantas en la médula espinal, simplemente me tenían harto; en mis brazos las venas estaban hinchadas y el dolor de cabeza llegaba a ser insufrible. Me resultaba difícil alimentarme con mis propias manos, fue mi madre quien todo ese tiempo a mi lado se quedó.
No le conté a mi compañera de caminata cierta aflicción muy profunda, que no me abondonó hasta el final de mi recuperación, pues quise conservarlo en mi corazón y no develarlo hasta otra oportunidad; y es que me resultaba muy frustrante que mi madre me atienda en su avanzada edad, gastando sus días cuando podrían ser mejores, aprovechando el tiempo para viajar, despertar o dormir a la hora que quisiera. Pero, ¡qué hubiera sido de mí sin su compañía! Ella llevó el oficio de madre a una nueva definición.
Así seguimos caminando lentamente por las calles de la urbanización, ella sin dejar de tomarme del brazo en todo momento, pues mis piernas aún no tenían la fuerza suficiente para mantenerme en curso, pues dar un paso para bajar de la vereda resultaba una tarea riesgosa en mi condición.
Me contó de los caminos que en su vida siguió, ya por causa de sus decisiones, ya por fuerza del destino. Habló de un hombre en su pasado, alguien con quien mantuvo una relación sin pasión, sin esperanza de cambio; en resumen, una existencia monótona que sólo podía desembocar en el adiós. También tenía problemas en sus relaciones familiares y otros mas terrenales, como el dinero y la profesión.
Mientras ella hablaba y me oía, yo estaba sorprendido por su inocencia, su eterna paciencia y la transparencia con la que contaba los episodios de su vida.
Pero para ambos, la desgracia de sentirse solos se acabó en un momento, en ese instante cuando por primera vez nos vimos, ella con pantalón drill y casaca negra, yo con pantalón negro y no recuerdo qué más. Sólo sabía que después de ella no existiría otra mujer en mi camino. Y si el amor a primera vista existe, en aquel encuentro se verificó.
Eso recordé de la primera cita con ella, después que la campanada número ocho llegó.
Continuará...
Anterior: Al pie del campanario: Aferrándome a una esperanza
Aquella noche compartimos nuestros pasados. Le comenté que aún estaba en rehabilitación después de un accidente, que por algunos meses me postró sobre dolorosas camas, en áreas con nombres tan depresivos como: Cuidados Intensivos, Trauma Shock, Neurocirugía y otros dos que, felizmente, no recuerdo. No sabía como explicarle que permanecer en cama sin tener la posibilidad de levantarse de esta, era peor que estar en una cárcel. Las diarias punzadas de las hipodérmicas en mis brazos y unas cuantas en la médula espinal, simplemente me tenían harto; en mis brazos las venas estaban hinchadas y el dolor de cabeza llegaba a ser insufrible. Me resultaba difícil alimentarme con mis propias manos, fue mi madre quien todo ese tiempo a mi lado se quedó.
No le conté a mi compañera de caminata cierta aflicción muy profunda, que no me abondonó hasta el final de mi recuperación, pues quise conservarlo en mi corazón y no develarlo hasta otra oportunidad; y es que me resultaba muy frustrante que mi madre me atienda en su avanzada edad, gastando sus días cuando podrían ser mejores, aprovechando el tiempo para viajar, despertar o dormir a la hora que quisiera. Pero, ¡qué hubiera sido de mí sin su compañía! Ella llevó el oficio de madre a una nueva definición.
Así seguimos caminando lentamente por las calles de la urbanización, ella sin dejar de tomarme del brazo en todo momento, pues mis piernas aún no tenían la fuerza suficiente para mantenerme en curso, pues dar un paso para bajar de la vereda resultaba una tarea riesgosa en mi condición.
Me contó de los caminos que en su vida siguió, ya por causa de sus decisiones, ya por fuerza del destino. Habló de un hombre en su pasado, alguien con quien mantuvo una relación sin pasión, sin esperanza de cambio; en resumen, una existencia monótona que sólo podía desembocar en el adiós. También tenía problemas en sus relaciones familiares y otros mas terrenales, como el dinero y la profesión.
Mientras ella hablaba y me oía, yo estaba sorprendido por su inocencia, su eterna paciencia y la transparencia con la que contaba los episodios de su vida.
Pero para ambos, la desgracia de sentirse solos se acabó en un momento, en ese instante cuando por primera vez nos vimos, ella con pantalón drill y casaca negra, yo con pantalón negro y no recuerdo qué más. Sólo sabía que después de ella no existiría otra mujer en mi camino. Y si el amor a primera vista existe, en aquel encuentro se verificó.
Eso recordé de la primera cita con ella, después que la campanada número ocho llegó.
Continuará...
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