Al pie del campanario: La distancia
Sigo recordando con tristeza los tiempos que se perderán en sólo dos segundos, porque ya once campanadas resonaron en el aire, para llegar al desenlace final.
Movido por su ausencia, me hundo en el sitio que ocupo. Con la mirada clavada en el suelo, sólo atino a dejar un largo suspiro como recuerdo de mi paciencia. Y como despedida después de mi insistencia, maldigo al destino que muy pronto nos separará.
Cuando el viaje se confirmó, sucedieron algunas conversaciones telefónicas y otras escritas, pero el ardor en ambos prosiguió. A pesar de la fatalidad que desune a los amantes, había tiempo para vivir lo nuestro y probar el néctar de nuestra unión. No podía dejar de pensar en ella, no olvidaba cada una de sus sonrisas, ni sus inocentes palabras; reconocía en ella un alma similar a la mía, un complemento seguro a la vida que me embarga y a los planes que ya tenía para el futuro.
En todo este tiempo que no logré citarme con ella, dediqué mi esfuerzo a componer poesía, pero más que todo, era la prosa libre la que me ayudaba a desfogar toda la pasión que su distancia inyectaba en mí. Le dediqué versos con su nombre, historias ficticias que sucedían en mi febril imaginación, largas notas de angustia que no lograba calmar con nada; si acaso sólo sus palabras y su compañía virtual, conseguían que olvidase el drama por el que transitaba.
“Ciudad solitaria” era el título perfecto para iniciar un melancólico drama personal, la realidad de lo que viviría cuando ella, finalmente, se pierda en la distancia dentro de cortísimas semanas. Aunque no quería dedicar mi esfuerzo a volverla una mártir, lo cierto es que ella llegó a ser la musa que inspiró cada uno de mis composiciones, el epicentro de todo cuanto escribía, el principio y el final de los suspiros que salían desde lo más profundo de mi pecho, a cualquier hora del día y de la noche; el sueño recurrente del príncipe que no rescata a su amada; el nombre inolvidable que se deslizaba cuando pronunciaba cualquier otro; y el amor negado que nunca se realizá.
Continuará...
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Movido por su ausencia, me hundo en el sitio que ocupo. Con la mirada clavada en el suelo, sólo atino a dejar un largo suspiro como recuerdo de mi paciencia. Y como despedida después de mi insistencia, maldigo al destino que muy pronto nos separará.
Cuando el viaje se confirmó, sucedieron algunas conversaciones telefónicas y otras escritas, pero el ardor en ambos prosiguió. A pesar de la fatalidad que desune a los amantes, había tiempo para vivir lo nuestro y probar el néctar de nuestra unión. No podía dejar de pensar en ella, no olvidaba cada una de sus sonrisas, ni sus inocentes palabras; reconocía en ella un alma similar a la mía, un complemento seguro a la vida que me embarga y a los planes que ya tenía para el futuro.
En todo este tiempo que no logré citarme con ella, dediqué mi esfuerzo a componer poesía, pero más que todo, era la prosa libre la que me ayudaba a desfogar toda la pasión que su distancia inyectaba en mí. Le dediqué versos con su nombre, historias ficticias que sucedían en mi febril imaginación, largas notas de angustia que no lograba calmar con nada; si acaso sólo sus palabras y su compañía virtual, conseguían que olvidase el drama por el que transitaba.
“Ciudad solitaria” era el título perfecto para iniciar un melancólico drama personal, la realidad de lo que viviría cuando ella, finalmente, se pierda en la distancia dentro de cortísimas semanas. Aunque no quería dedicar mi esfuerzo a volverla una mártir, lo cierto es que ella llegó a ser la musa que inspiró cada uno de mis composiciones, el epicentro de todo cuanto escribía, el principio y el final de los suspiros que salían desde lo más profundo de mi pecho, a cualquier hora del día y de la noche; el sueño recurrente del príncipe que no rescata a su amada; el nombre inolvidable que se deslizaba cuando pronunciaba cualquier otro; y el amor negado que nunca se realizá.
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