Perdido en el vacío

Esa quena que suena desde una de las esquinas de mi habitación, la armonía de las notas altas con las más bajas, aquellas ásperas con las finas, como el trazo de un pintor sobre el final de su lienzo. Recuerdo el tiempo cuando con mi instrumento, la suavidad de las melodías fluían como el viento que entra por la ventana de un piso bajo.

Mi barbilla apoyada sobre mi mano izquierda, con la mirada perdida en lo alto de la pared del frente, sin tener algún pensamiento, la mente ha desaparecido, sólo siento, sólo permito que mi corazón exhale la nada que por dentro lo está consumiendo.

Perdido, estoy perdido en la vacuidad, en la soledad de un universo tan poblado, entre los intersticios de los átomos, por los lugares que la gente no camina, por el lado de los pensamientos desesperados que cuando los suicidas toman su fatal decisión, transitan inevitablemente hasta su trágico fin.

Qué distantes suenan las campanas de la iglesia de las 7 de la mañana, ya ese recuerdo ha desaparecido de mi mente. Los feligreces se reunían temprano para cantar sus alabanzas y compartir momentos juntos; pero para mi no hay llamada desde el campanario, mis oraciones son calladas, desde un recinto privado que nadie conoce, no miro al cielo, no tengo posturas piadosas o algún sentimiento de arrepentimiento.

Me dirijo por un agujero que conduce a donde el cuerpo físico no estará presente, donde la materia no puede penetrar, aún las ideas tienen prohibido el ingreso; sólo lo inexplicable, el vacío, la nada, el cero o lo nulo, se abren paso hasta el intangible espacio.

Es un viaje del que no regresaré, mi cuerpo quedará desconectado, para siempre, de lo inexistente, de lo inmaterial, del silencio y de la ausencia. Me iré al otro lado, a lo desconocido, a lo insondable, al más allá.

Adiós, no vengas, no me busques, no me esperes, no deseo regresar, volver o mirar el mundo tridimensional.