Triste San Valentín
Cuando el repicar de las campanas de la catedral sonaron doce veces, respiré aliviado; después me levanté de una de las bancas de la plaza, caminé algunos metros y miré hacia atrás; todo seguía igual, nadie notó mi ausencia, de la misma forma que nadie notó mi presencia. Así se terminó el catorce.
Cada día como este, las parejas, siempre diferentes, siempre novedosas, se adornan con algún enorme globo rojo con forma de corazón, o de un ramo de flores generalmente rojo, caminan por las calles más transitadas, perdiéndose entre el tumulto y siguiendo el ritmo que marca la sociedad.
La falta de creatividad lastima mi comprensión; aún con el paso de los años, no logro adaptarme a lo común, a lo normal, a la media. Pero no soy diferente, sólo soy raro, extraño, una metáfora de una vida cualquiera, un poema de lo mundano, una estrella en el infinito o un vacío en la vida que no se puede observar.
Mientras me alejo de la banca, vienen a mi mente los recuerdos de una existencia corta en el amor, como el de una moza de larga cabellera con rosadas mejillas, que alumbró mis años de estudiante y me enseñó a amar. También extraño a una señorita que compartió conmigo noches de vibrante intimidad, alguien que se atrevió a cubrir mi espalda con su pecho tibio, alguien que cada noche, comprendió mi fragilidad.
Y si en medio de mis memorias me perdí por las calles vacías de una noche festiva en esta ciudad, era sólo para pensar en una mujer ya madura, de quien nada puedo esperar, pero que mi corazón, naturalmente soñador, la convierte en unos versos de amarga soledad, siguiendo el ritmo cansino que me acostumbré a narrar.
Así me alejé hasta llegar al pie del río y encontrarme en una solitaria terraza mirando la luna llena, aquella que nunca se fue, en quien puedo confiar, porque sé que estará para mi otra noche, como ninguna mujer jamás podrá.
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