Mi amiga soledad
Es jueves por la noche, el advenimiento del fin de semana motiva a algunos a disfrutar, bajo un cielo sin estrellas, de un paseo por la plaza principal.
Y aquí estoy, una vez más, sentado en cualquiera de las bancas de este parque, escribiendo sin parar. Hoy dejé temprano el trabajo y, aunque fue un día esforzado, llegué con ganas de soñar.
Y aquí estoy, una vez más, sentado en cualquiera de las bancas de este parque, escribiendo sin parar. Hoy dejé temprano el trabajo y, aunque fue un día esforzado, llegué con ganas de soñar.
Muchos jóvenes deambulan por aquí y por allá, conversando, sonriendo, abrazándose o tomándose fotos frente a la catedral. Yo los miro entretenido, me pierdo en su felicidad, en su permanente estado de sosiego y distanciamiento de cualquier responsabilidad.
Pero me desconecto al oír el característico sonido de una ambulancia, que algún herido llevará... Entonces recuerdo aquella vez, cuando tendido viajé sobre una camilla, en algún otro vehículo que, con su sirena encendida, me trasladaba urgentemente al hospital. En los meses que siguieron, no volví a levantarme de una cama, que sería para mi, un suplicio temporal.
De pronto, una gran sonrisa me regresa a la plaza, olvido el confinamiento y mi pluma retoma la línea donde la juventud, camina desentendida por este lugar.
Un grupo de chicos se sienta muy cerca mío, conversan animadamente sobre el baile de sus amigos, las canciones que repitieron, y algo más... ¡Si supieran que sus palabras están siendo plasmadas sobre un papel y que, posteriormente, serán conocidas a nivel mundial!
Y mientras todo sucede, ésta área pública, tal como sucede en un mercado, recibe ambulantes que caminan de banca en banca, cada 10 minutos, ofreciéndonos chocolate caliente, golosinas y algunas manualidades, al tiempo que yo, cortésmente, me niego a comprar.
Pero la hora avanza y, el sonido de once campanadas, desde una de las altas torres de la catedral, me recuerda que ya debo de guardar el lapicero, que apunta mis pensamientos y que, al llegar a casa, alguna prosa formará.
La plaza va quedándose en silencio. Pero algunos persistimos, pues esta hora, es el comienzo de nuestra vida.
Por allá, al otro lado de la pileta, un grupo de malabaristas practica lanzándose algunos pinos; juntos coordinan sus movimientos para, mañana, ofrecer un espectáculo en alguna esquina concurrida por vehículos, en esta sureña ciudad; juntarán sus propinas, y disfrutarán de su libertad.
Todavía quedan algunas personas sentadas sin compañía, aunque sólo en apariencia lo sea, pues, están concentrados en conversar desde sus celulares, hablando, otros chateando o quién sabe qué más. El resto, grupitos de hasta cinco personas, disfrutan en sociedad.
Así, llego al mismo sentido con el que comencé: yo, siempre acompañado de la soledad.
Pero me desconecto al oír el característico sonido de una ambulancia, que algún herido llevará... Entonces recuerdo aquella vez, cuando tendido viajé sobre una camilla, en algún otro vehículo que, con su sirena encendida, me trasladaba urgentemente al hospital. En los meses que siguieron, no volví a levantarme de una cama, que sería para mi, un suplicio temporal.
De pronto, una gran sonrisa me regresa a la plaza, olvido el confinamiento y mi pluma retoma la línea donde la juventud, camina desentendida por este lugar.
Un grupo de chicos se sienta muy cerca mío, conversan animadamente sobre el baile de sus amigos, las canciones que repitieron, y algo más... ¡Si supieran que sus palabras están siendo plasmadas sobre un papel y que, posteriormente, serán conocidas a nivel mundial!
Y mientras todo sucede, ésta área pública, tal como sucede en un mercado, recibe ambulantes que caminan de banca en banca, cada 10 minutos, ofreciéndonos chocolate caliente, golosinas y algunas manualidades, al tiempo que yo, cortésmente, me niego a comprar.
Pero la hora avanza y, el sonido de once campanadas, desde una de las altas torres de la catedral, me recuerda que ya debo de guardar el lapicero, que apunta mis pensamientos y que, al llegar a casa, alguna prosa formará.
La plaza va quedándose en silencio. Pero algunos persistimos, pues esta hora, es el comienzo de nuestra vida.
Por allá, al otro lado de la pileta, un grupo de malabaristas practica lanzándose algunos pinos; juntos coordinan sus movimientos para, mañana, ofrecer un espectáculo en alguna esquina concurrida por vehículos, en esta sureña ciudad; juntarán sus propinas, y disfrutarán de su libertad.
Todavía quedan algunas personas sentadas sin compañía, aunque sólo en apariencia lo sea, pues, están concentrados en conversar desde sus celulares, hablando, otros chateando o quién sabe qué más. El resto, grupitos de hasta cinco personas, disfrutan en sociedad.
Así, llego al mismo sentido con el que comencé: yo, siempre acompañado de la soledad.
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