Los teléfonos móviles de Hansel y Gretel
Yo entonces pensé, por primera vez, en lo espantosa que sería la literatura (toda ella, en general) si el teléfono móvil hubiese existido siempre. Cuántos clásicos nos habríamos perdido, qué fácil se habrían solucionado todos los nudos de las historias de ficción.
Piense el lector en cualquier historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por Los Tres Cerditos, Macbeth y La familia de Pascual Duarte. No importa si la trama es elevada o popular, no importa la época ni la geografía. Piense el lector ahora mismo en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, nudo y desenlace.
¿Ya está? Ahora póngales un teléfono móvil a los protagonistas. Un teléfono con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto o hacer llamadas cuatribanda.
¿Qué pasa con la historia elegida, lector? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona la historia?
Mi hija tiene razón. Con un teléfono en las manos, Penélope ya no esperaría con incertidumbre a que su amado Ulises regrese del combate; con un móvil en la canasta, Caperucita alertaría a la abuela a tiempo; el Coronel sí tendría quién le escriba algún correo, aunque fuese spam; Tom Sawyer no se habría perdido en el Mississipi, gracias al servicio de localización de personas de Orange; el cerdito de la casa de madera le avisaría a su hermano que el lobo está yendo para allí; Gepetto hubiera recibido un mensaje de la escuela avisando que Pinocho no llegó por la mañana; y los demás dramas, el resto de dramas y las comedias concebidos en el mundo, nunca lograrían acceder a la dificultad que les da vida.
Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o filmadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación.
Ninguna historia de amor, por ejemplo, hubiera sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la chaqueta. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: el amante finge un suicidio, la enamorada lo cree muerto y se mata, y el amante, al despertar, se suicida de verdad. Perdón por el spoiler.
Si Romeo hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un SMS a Julieta en el capítulo seis:
M HGO EL MUERTO,
PERO NO STOY MUERTO.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCES. BSO.
Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría ido al carajo. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían sentido, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiese existido la promoción “Muévete a contrato” de Vodafone.
Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados. Como la tecnología habría desterrado por completo la soledad en Aracataca, la novela de García Márquez se llamaría “Cien años sin conexión”, y narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aurelianogoodmornig) pero a nadie le funciona el messenger.
La famosa novela de James M. Cain —El cartero siempre llama dos veces— escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría “El gmail me duplica los correos entrantes” y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial deGTalk de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.
Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, “Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura”, la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca (o que se quedó sin saldo).
En la obra “El .jpg de Dorian Grey”, Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre joven y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe, mientras que en la carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.
La bruja del clásico Blancanieves no consultaría todas las noches al espejo sobre “quién es la mujer más bella del mundo”, porque el coste por llamada del oráculo sería de1,90€ la conexión y 0,60€ el minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.
También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) hubieran fracasado en la era de la telefonía móvil y del wifi.
Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.
Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa.
La telefonía inalámbrica, vino a decirme anoche mi hija sin querer, entorpecerá las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, resumidas y predecibles.
Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora? No. Le enviaríamos un SMS lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. O quizá le haríamos una perdida.
Nos hemos convertido en héroes perezosos.
Comentarios
Publicar un comentario