Psico Odisea: La Divina Señora

¡Madre, madre mía! La noche me abriga con sus fríos brazos, me arrulla con sus duras palabras y cubre mi cuerpo con látigos que truenan al romper el viento.

He acariciado la muerte en medio de mi tragedia, llegando a buscar los caminos para partir a tu encuentro, allá, en el otro mundo; pero al recordar la máxima que Platón nos dejó, que todos estamos aquí como centinelas en su puesto, cobré valor para no traicionar este deber.

Y mientras subyacía arrinconado en aquel foso, atravesado por la retórica demoníaca, no sé si mi conciente o mi inconciente, decidió que no era tolerable más sufrimiento en ese lugar.

De pronto una luz ingresó en esa morada del olvido, un rayo atravesó la oscuridad y ya resignado como estaba, no fue mas que un reflejo mi reacción.

Cuando se tiene comodidad, abundancia y tranquilidad, nos entregamos a la vida sin meditar en sus razones o en los valores que nos harían seres humanos mejores, queda claro que no reparamos en nuestra inconciencia. Nos sentamos a disfrutar la existencia aceptando tácitamente que esta es lo que se vive y no hay más por hacer cuando está finaliza.

Mas cuando la realidad se torna dura, cuando los días son una monotonía o un cantar de desesperación, nosotros invocamos al dios de nuestros padres o cualquier otro dios que pueda ofrecernos un consuelo y una esperanza de alcanzar nuestro anhelo.

Son dioses pasajeros, que llegaron a nosotros en nuestras horas de debilidad o por la transmisión de conocimiento de algún grupo bienintencionado o perversamente decidido.

¿Y quién puede decir que este o aquel otro es o no es el dios verdadero? Finalmente no podemos asegurar la existencia de un ser divino, por esto existen otros grupos conocidos como ateos y otros como agnósticos.

Reflexioné así, que estando ya desposeído de todo lo que deseaba, no queriendo cargar el yugo de mis lamentos y sin poder abandonar mi puesto en esta vida, sólo conocía un camino, que siendo más tortuoso que el lugar donde me hallaba, al menos me ofrecía la oportunidad de liberar mi esencia de la inconciencia que me domina.

Pero liberar una milésima parte de esta esencia representa un diario batallar, aceptando la realidad desdichada, que no es otra cosa que vivir en una dulce ignorancia.

Y si tomé tal decisión, fue por la ausencia de opciones válidas. Confié mi destino en un camino que antes he transitado, donde logré avances mínimos pero significativos. Ahora, ya sin nada que perder, me encontré nuevamente mirando directamente la olvidada ruta. Casi sin dudarlo, moví mi primer pie hacia adentro, para luego seguir con el segundo.

Pero las cadenas que me mantenían anclado a la antesala del infierno no cedieron ante mi avance y mi demonio carcelero azotó con mayor rigor su látigo sobre mi confundida mente.

Entonces, fue cuando supliqué a un ser que está siempre esperando cualquier oportunidad para ayudarnos. Aquella es la Divina Señora, Madre de todas las almas desvalidas y sedientas de liberación.

Pero su presencia es meramente especulativa, no es posible pensarla porque se disuelve en nuestras dudas, no es tangible como cogerla, porque está en nuestra imaginación; no es un acto de fe ciega, porque hay una premisa elemental y suficiente para entenderla; pero más allá de esto, se ingresa a un lugar que no conozco.

El propósito de su presencia nada tiene que ver con superar o reprimir nuestras dolencias, es más bien, la espada decapitadora que se agita en la oscuridad de la inconciencia.

En verdad no es el deseo de abandonar la realidad, es la realidad de abandonar el deseo. Y no es un juego de palabras, es un significado exacto.

No fue aquella presencia quien me dirigió la mirada, menos aún su palabra; sólo estaba ahí, al lado mío, como una extremidad atrofiada, inmóvil y sin uso. Residía su figura en mi recuerdo.

Madre mía, ¿Por qué no me reconoces? ¿Es que tus favores, ahora, exigen más dedicación?

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