Ata una cinta amarilla al viejo roble - Regreso al hogar
Leí por primera vez este artículo el año 1993 en la revista Selecciones de diciembre de 1972. Hace muy poco, en la Selecciones de octubre de 2015 encontré, felizmente, esta clásica historia. Al final del artículo os dejo el video de la canción que se compuso a partir de la narración.
Oí por primera vez esta historia hace
unos años, de labios de una joven a la que conocí en un barrio de la ciudad de Nueva York; según la muchacha, ella había sido una de los
protagonistas. Otras personas a quienes les conté la historia recordaron
haber leído una versión igual o muy parecida en algún libro olvidado, o
haberla escuchado de boca de algún conocido según el cual le ocurrió de
verdad a un amigo suyo. Talvez se trate de uno de esos misteriosos
relatos folclóricos que surgen del subconsciente nacional cada cierto
número de años, y que la gente cuenta de nuevo de una u otra forma. Los
personajes cambian, pero el mensaje perdura. Me gustaría creer que esto
pasó en realidad alguna vez, en algún lugar…
Tres muchachos y tres
muchachas se dirigían a la Florida; subieron al autobús con emparedados y
vino, y todos soñaban con playas doradas mientras la niebla y el frío
de Nueva York quedaban atrás. En el camino hacia el sur empezaron a
notar la presencia de Vingo. Estaba sentado enfrente de ellos, vestido
con un traje corriente que le venía mal y sin que ninguna expresión
animara su rostro cubierto de polvo, que ocultaba su edad.
Era ya entrada la noche
cuando el autobús se detuvo frente a un restaurante a la orilla de la
carretera, en los alrededores de Washington, D.C., y todos los pasajeros
bajaron, menos Vingo. Los jóvenes comenzaron a pensar en él, tratando
de imaginar quién sería: acaso se trataba de un capitán de navío
retirado, de alguien que huía de su esposa, o de un viejo soldado que
retornaba a su hogar. Cuando regresaron al vehículo, una de las
muchachas se sentó al lado de Vingo y se presentó.
—Vamos a la Florida —le dijo con entusiasmo. He oído decir que es muy hermosa.
—Lo es —repuso él en voz baja, como si recordara algo que había tratado de olvidar.
—¿Quiere un poco de vino? —le ofreció ella.
Él sonrió, bebió un sorbo,
dio las gracias y se recogió de nuevo en su silencio. La chica volvió
con sus amigos, y Vingo empezó a cabecear.
A la mañana siguiente
la muchacha se sentó junto a Vingo otra vez, y al cabo de un rato de
conversación él decidió contarle su historia. Muy serio, le dijo que
había pasado los últimos cuatro años en una prisión en Nueva York, y que
en ese momento se dirigía hacia su casa.
—¿Es usted casado?
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
—Verá usted… Desde la cárcel
le escribí a mi esposa y le dije que iba a estar ausente mucho tiempo,
que si ella no podía soportar la situación, si los niños insistían en
hacerle preguntas, si sufría mucho… en fin, que podría olvidarme. Yo lo
comprendería. “Consíguete un nuevo compañero”, le dije, “y no pienses
más en mí”. Ella es una mujer admirable, realmente fuera de lo común.
Añadí que no necesitaba escribirme. Y no lo hizo; no recibí una carta
suya en tres años y medio.
—¿Y va usted a su casa ahora, sin saber nada de ella?
—Sí —repuso con tristeza—.
La semana pasada, cuando estuve seguro de que me concederían libertad
condicional, le escribí una vez más. Hay un gran roble a la entrada del
pueblo donde vivíamos. Le dije que si estaba dispuesta a recibirme otra
vez, pusiera un pañuelo amarillo en el árbol; entonces yo bajaría del
autobús e iría a casa. Si ya no me quería, no tenía que poner nada; yo
seguiría mi camino.
—¡Ah! —exclamó la muchacha.
Fue a contar la historia de
Vingo a sus compañeros y pronto todos rodearon al hombre mientras se
acercaba a su pueblo. Él les mostró fotos de su esposa y sus tres hijos.
Ella era bella en su sencillez, y los rostros de los niños apenas se
distinguían en las instantáneas, arrugadas y descoloridas de tanto
mostrarlas.
Para entonces se hallaban a
30 kilómetros del pueblo, y los jóvenes se acomodaron junto a las
ventanillas de la derecha, en espera de ver aparecer el roble. En el
autobús de pronto se hizo un ambiente sombrío, lleno del silencio de la
ausencia y los años perdidos. Vingo dejó de mirar; su rostro se
endureció con la expresión del ex presidiario, como si se dispusiera a
afrontar un nuevo desengaño.
Faltaban 15 kilómetros para
llegar, y luego, sólo 10. De repente todos se levantaron de los
asientos, exaltados. Todos excepto Vingo.
Estupefacto, Vingo vio
entonces el roble: estaba cubierto de pañuelos amarillos —20, 30 o quizá
cientos de ellos— que ondeaban al viento como banderas de bienvenida.
Mientras los muchachos lo felicitaban a gritos, el viejo ex presidiario
se levantó del asiento y fue al frente del autobús para bajar y volver a
su hogar.
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