La madre de las moscas

Sábado, 13.52 horas. Como cada tarde, llega a la tienda para trabajar y conseguir el ahorro para los frijoles. Pero este atardecer era especial, pues unos insectos voladores, negruzcos y ágiles para escapar, se habían apoderado de su lugar de trabajo. Pululaban todos ellos por el espacio tridimensional que debería ocupar el personal. Dormían sobre los vidrios, se liaban cerca a los clientes y, lo peor, se acercaban temerariamente hasta el máximo cazador de moscas que se ha visto por estos callejones citadinos.

La temporada de lluvias de esta andina ciudad, ha despertado del largo sueño a todas las pupas que, disfrutando del clima frío y seco propio de la región, azotan como una peste a la población local. En este contexto, una nueva batalla entre el hombre y la bestia estaba por comenzar.

El hombre, asido a su arma por excelencia: un matamoscas verde con forma de mano, provisto de un largo y delgado cuerpo flexible para aplicar velocidad y fuerza en cada estocada, se apresuraba a tomar posición de combate. Las moscas, sin percatarse, disfrutaban de la buena merienda rica en restos secos de piel humana.


Sin adverlirlo, el grupo de aladas comensales desaparecen una tras otra bajo la poderosa bota del cazador; alguna vez, inclusive, se hacía un doblete. El hombre mide la distancia, calcula, se acerca lentamente hasta su presa, se agacha y posiciona su brazo paralelamente al cuerpo de la mosca, aplica un rápido movimiento en su muñeca y luego, el vital insecto cae al suelo moviendo sus extremidades algunas veces, otras cae pesadamente como una materia inerte.

Nuestro hábil cazador, experimentado en las artes del combate cuerpo a cuerpo, ya conoce los trucos de aquel que aparenta estar caído. Rápidamente y sin pensarlo, cuando el cuerpo del insecto toca el suelo, el pie del hombre se mueve hasta el lugar para —literalemente— desintegrar el delicado cuerpo del animal.

Pero este pequeño no está desprovisto de defensas, es rápido, liviano y —sobretodo— perseverante. Sin embargo, sus técnicas no rinden frutos en aquella tarde gris. Las desaparecidas ya suman la descomunal cifra de 13 unidades. El grupo, antes formidable, ahora se ha reducido a sólo una.

Pero la última, la sobreviviente del holocausto, descubrió la situación de sus ya inexistentes compañeras, con quienes tantas veces disfrutó de memorables almuerzos sobre la comida del cazador, sin que este alguna vez —o quizá si— las hubiese visto.

Allí estaba nuestra amiga encaramada sobre el claroscuro de la pared, observando los movimientos de su enemigo. Luego, ambos cruzaron sus miradas, desafiantes, insultantes, dispuestos a entregar el máximo de sí mismos, una por venganza, el otro por higiene.

Entonces, cuando el hombre se había desprendido de su letal arma y se apresuraba a atender a un cliente, la mosca encontró la oportunidad, atacó con la velocidad de un rayo y directamente al rostro curtido del cazador. Algunos movimientos ridículos del hombre seguidos por improperios, le permitieron ahuyentar a la pequeña, pero ella, desafiante, nuevamente se posó en lo alto de la pared, donde el humano no podía más que vigilarla.

Aquella consabida criatura estaba segura que no lograría derrotar al cazador. Pero la naturaleza, no carente de ironía, ha guardado entre sus entrañas, secretos que los hombres aún no descubrimos, aquellos que cuando son revelados, sólo nos sirve para reverenciarla.

Un nuevo intento. El cazador ha tomado su arma y está en busca de la fugaz y última mosca, la que no se muestra en algún lugar.

De pronto, ante la sorpresa de nuestro hombre, se divisa al insecto; pero algo no está bien con este, al acercarse descubre inmediatamente que no se trata de la pequeña, sinó de una grande, en verdad enorme. Sus inmensas alas no impedían apreciar su cuerpo fornido y peludo, su abdomen prominente, sus patas gruesas, pero más que todo, esos enormes ojos rojos sanguinolentos que hipnotizaron al que se creía vencedor.

Algunos gritos de desesperación se oyeron, pero tras recuperar la cordura, el hombre adoptó la técnica que tantas veces le funcionó, repitiendo en su interior: "esta es la madre de las moscas", "esta vale por todas". Pero a penas se acercó un paso, la madre emprendió vuelo hacia algún lugar desconocido por el hombre, quien comprendió lo que quizo decirle: "aquí estoy, soy tu nueva oponente y he venido a vengar a todas mis hijas, a quienes con tu infame habilidad, les arrancaste la vida sin misericordia".

Ante este nuevo reto, todas las alarmas se activaron y el cazador dedujo que en la tienda no hay espacio para ellos dos, era el hombre o la mosca. Dada la gravedad de la situación, se apresuró a cerrar la mampara de entrada a la tienda, de este modo, ambos concentrados en la lucha y sin distracciones, podían ya, iniciar la última y devastadora batalla.

El cazador aguzó todos sus sentidos y se camufló.

El aleteo de aquel insecto no pasaba desapercibido, el zumbido que imitían sus alas al romper el aire era detectado por los oídos humanos. Aquel desgarrador sonido que, como si fuese una burla a las capacidades humanas, atravezaba todo el ambiente.

La madre lleva la ventaja, no sólo es más rápida y fuerte que sus predecesoras, es más astuta e inteligente, y el hombre lo sabe. Este insecto no caería sin luchar.

El cazador olfatea el aire en busca de algún rastro, observa con su visión estereoscópica cada rincón de la tienda, pero sólo encuentra a la última, quien está callada e inmóvil en su claroscuro, apreciando aquel duelo de titanes. El cazador también mueve los objetos, lanza manotazos al aire y hasta le habla con cariño para tentar a la más grande, a dejar su guarida.

La madre de todas las moscas no aparece. Hasta que, a las 14.50, sobre la mampara que comunica al exterior, aparece caminando tranquilamente detrás de uno de esos letreros que dicen "Abierto". El cazador ha encontrado la oportunidad que buscaba, se acerca al vidrio y espera a que la madre se aleje del letrero para tener ángulo de ataque.

Cuando se prepara para disparar, los ojos de los transeúntes y conductores de taxis que, por una vuelta del destino se encuentran estacionados frente a la mampara con el semáforo en rojo, se fijan en el hombre y en la mosca, como rememorando sus propios combates personales contra alguna de las pequeñas, en espera de un desenlace fatal. El cazador lo duda, no dispara, y mientras espera a que se marchen los de su especie, la madre se limpia las patas traseras sin temor alguno, para después impulsarse hacia lo desconocido.

Ha fallado. El cazador perdió la gran oportunidad, es turno de su enemiga.

No se oye más su poderoso aleteo. Los cielos están claros y despejados, la normalidad parece haberse recuperado en el escenario; aparentemente la paz se apodera de los irreconciliables enemigos. El hombre, luego de cerrar sus ojos, respira profundamente y entra en un breve éxtasis de paz interior; y creyéndose superior a las demás criaturas, comprende que es hora de amar a todos los seres de la creación.

Así, invadido por un gozo pseudo espiritual, lleno de pensamientos nobles y evocando alguna figura divina en su mente, baja las armas y se acerca hasta la mampara para abrirla y atender diligente y armoniosamente a sus clientes.

Empero, sin previo aviso, mientras el cazador pensaba que estaba en el Shambala o en el Paraíso junto a todos los hombres Santos que habitaron este singular planeta, la reina, la madre de todas las moscas, aparece raudamente como un misil que sigue una trayectoria helicoidal hasta la boca del hombre. Este alcanza a cerrarla como si algún sensor infrarojo hubiese detectado la dirección del ataque. Pero no bastó, el impacto contra sus labios y la cercanía de la agresora, logró que también cierre sus ojos y agite sus brazos en un intento desesperado por defenderse, con la lejana esperanza de que ese sea el contra ataque final que de sepultura al insecto.

El hombre tropieza y cae contra las mesas y mientras movía sus brazos soltó su arma al aire. Ya en suelo y en sólo una fracción de milisegundo, cae sobre él, el arma que tanta veces le sirvió para eliminar moscas...

"¡Touché!"

Fue la frasé que alcanzó a oir desde algún lugar de su mente. Y mientras se limpia de impurezas su aguerrido orgullo, sobre la mampara, la madre de las moscas lo mira fijamente con sus enormes ojos, acaricia triunfalmente su cabeza y su trompa. Acto seguido, no sé de donde aparecieron 13 de sus hijas a la tienda.

Ella sigue dominando el espacio y luego de dar algunas vueltas sobre el hombre caído, se aleja del lugar y se adentra en los dominios públicos, quien sabe para dirigir alguna otra sublevación o revancha contra esa especie de animal inteligente.

No se le ha vuelto a ver, nunca más supimos de aquella, pero su gesta heroica ha perdurado en el tiempo. Así, el relato que oralmente ronroneaba por las calles, se ha convertido en la prueba viviente que al mejor cazador se le escapa la liebre... o la mosca.

Desde entonces, nuestro amigo alimenta a sus alados comensales con un festín de basura mezclado con veneno.

Pero la madre, la madre de todas las moscas, jamás volvió. Hay quienes piensan que vuela en algún cielo adimensional, en el éter de la inmortalidad, quizá en espera de un nuevo estadío para dejar sus huevecillos o quizá sólo para atravesar futuros aterdeceres, entre plantas y callejones, en una ciudad cualquiera, de un tercer planeta.

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