Extraños en la noche

Después de una larga y agotadora jornada de trabajo en un lunes sin gloria, camino sin prisa a lo largo de la alameda, atravesando la dorada luz de los faroles que alumbran la noche. Paseo lentamente sin apreciar algo, sin pensamientos y libre de tensiones, sin percibir los autos que transitan interminablemente a ambos lados de la vía, a penas sintiendo el aire frío que sube por la avenida.

Más allá de un cruce peatonal, una mujer ligeramente abrigada, que también andaba despreocupada, se acerca a mí. A sólo dos metros nuestras miradas se cruzaron, los pasos se hicieron interminables y nuestros ojos brillaron como cuatro faroles que resplandecen en la oscuridad.

Conversamos, nos conocimos, intercambiamos nuestros pensamientos sobre la vida y los sentimientos que empezaban a unirnos. En un instante recorrimos los rinconces más idílicos de la ciudad; llegamos a caminar de la mano por el paseo sobre los acantilados frente al Oceáno Pacífico; descansando finalmente en el mirador donde todas las parejas se juran amor, sellando esta promesa con un ósculo eterno, cuando una gran ola rompía en las piedras del espigón.

Las semanas no dejaron de pasar y con cada día encontramos un motivo para ilusionarnos más. A veces sus mensajes, a veces mis llamadas, pero siempre en un cine, en una pista de baile, caminando solos o perdidos entre la multitud; con abrazos y con besos, nuestras miradas no dejaron de gritar el afecto y la pasión que nos embargaba. Benditos fueron esos días con sus noches. Nunca los podré olvidar.

De repente el aire empujó el aroma de su perfume mientras vivíamos en esa imaginaria felicidad. Ella y yo despertamos del sueño romántico que compartimos por un segundo, casi nos detuvimos frente a frente, nos sonreímos y después de saludarnos con gratitud, seguimos caminando impregnados con la casualidad.

 

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