El último beso

Era el final de nuestros sueños, el último adiós. Caminábamos por las calles en una conversación forzada, cuando el sol ya se alejaba por el horizonte, y largas sombras se estiraban debajo de los edificios coloniales de esta centenaria ciudad.

 
Decidimos entrar a los Claustros de la Compañía, un antiguo convento que consta de una iglesia, habitaciones, fuentes y tres patios ricamente decorados con tallados sobre blancas piedras volcánicas, donde después de varios siglos, se atestigua fielmente las hábiles manos de los artesanos indígenes que lo construyeron.

Debajo de sus arcos y observados por las imágenes esculpidas en piedra, nos perdimos entre los muchos turistas y sus fotografías. No sentí seguridad para iniciar una conversación más íntima, porque no teníamos la suficiente privacidad. Así avanzamos recorriendo la edificación hasta llegar al tercer patio, donde en lugar de una pileta, un longevo árbol brinda suficiente sombra. Al lado de este recinto, la reja que nos separa de la calle y del bullicio, fue el espacio para los dos.


Nos miramos brevemente, pero extendimos nuestro abrazo en la despedida. Después de separarnos, ella recogió una lágrima que no quizo quedarse en uno de sus ojos. Algo mencionamos y nuestras miradas se cruzaron nuevamente.

Entonces nos besamos en los labios como en la primera vez: con entrega, con ternura; intentamos transmitir nuestros sentimientos y pensamientos sin palabra alguna... y así sucedió. Quedé estremecido y también resignado a la distancia que se acercaba inevitablemente, aquella que no logramos acortar.

Cruzamos el dintel hacia la calle, nos deseamos la mejor de las suertes, soltamos nuestras manos y cada uno siguió por su lado. Cuando hube avanzado algunos metros, giré mi cabeza hacia atrás, pero no encontré más que su recuerdo, así que corrí para secar la humedad de mis ojos con el viento.

Pero el beso, el último beso, vivirá por siempre entre las paredes de un antiguo claustro religioso, como la síntesis de un amor que no expiró.

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