La piedra entre el ruido y la soledad

Regresando a mi hogar, siempre después de las once, camino por las veredas antiguas, atravieso las calles que, alumbradas por faroles amarillos, muestran sus históricas formas, con balcones de vetusta madera, rodeadas de paredes de sillar, puertas con antiguas rejas, gradas empinadas y quintas perdidas entre la tranquilidad de la noche, donde la gente ya descansa; para ellos es el final del día y, para mi, el inicio de mi tertulia personal, el comienzo de mi día, un momento que vivo en paz.

De repente, la iluminación decae, he llegado hasta el centenario puente, un oscuro lugar por donde, debajo de este, una callada avenida transcurre al lado de un río, que ruge a toda hora, que no para de hablar.

Mis pasos me llevan sobre las caudalosas aguas, donde hay un farol que no alumbra, y quién sabe cuánto tiempo así, llevará. Aquí me detengo, en este secreto lugar, entre el silencio de la humanidad, y el estruendo que las aguas producen, como si cada gota del río, conversase con las demás, durante el largo camino que, inevitablemente, las llevará hasta el gran océano, a su destino final.

Me recuesto y contemplo las aguas, el aire está frío, pero me gusta este lugar. Mis ojos se pierden en el horizonte y más allá, en el infinito cielo nocturno, buscando las estrellas de esta noche, donde destacan Sirio, Betelgeuse y Aldebarán, con sus constelaciones, ahora sobre la ciudad; pero ya no está la Cruz del Sur, y es mejor así, porque con esta, el recuerdo de ella, no deja que mi corazón descanse, mis pensamientos volarían a su encuentro, como si tres mil kilómetros no fuesen impedimento para seguir soñando, por una mujer que no volverá.

El río no se detiene, aún cuando yo esté perdido en el universo estelar. Después miro el acantilado, la gran piedra sigue en el mismo lugar, no se ha movido, nadie la ha visto andar. Entonces reflexiono y me pregunto si hay más almas que, perdidas en esta vida, buscan lugares como los míos, si existe algún otro par de ojos que están contemplando las estrellas, si alguien ha descubierto el lenguaje del río o, quizá, algún alma puede interpretar los sueños... sería como una gota de sabiduría en un mar de ignorancia; un farol en medio de la oscuridad.

Cuando la gente ha perdido la esperanza, cuando buscan una respuesta, no saben a quién preguntarle, siguen con la duda hasta que sus sueños se pierden, porque no conocen seres que puedan guiar con el silencio y entender las formas abstractas de nuestro universo subconsciente, donde los faroles del entendimiento no llegan, y donde sólo el estruendo de nuestros egos nos envuelven sin claridad.

Así, el río, el ruido, el farol, la oscuridad y las estrellas —que adornan mis noches— se quedaron en mi secreto lugar, cuando yo partí, con el corazón tranquilo y con el entendimiento de aquella roca sobre el lecho del río, al que nadie ha visto moverse jamás.

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