Como un Ángel Guardián


"Un simple acto de amor puede hacer que sucedan cosas extraordinarias".

Le preocupaba que viviera sola. Pero yo tenía 23 años, era entusiasta e ingenua, y necesitaba vivir por mi cuenta. Por otra parte, en 1974 no abundaban los empleos de docencia, y yo había corrido con suerte al conseguir uno.
-No te preocupes, papá -le dije para tranquilizarlo, mientras guardaba mi maleta en el auto minutos antes de emprender el viaje de regreso.

Un día me quedé en la escuela después de clases porque deseaba organizar el aula. Cuando terminé, apagué la luz y cerré la puerta. Luego me dirigí al portón de salida. ¡Estaba cerrado con llave! Recorrí el edificio, pero no había ni un alma. Todo el mundo -los maestros, las secretarias y los guardias- se había marchado sin darse cuenta de que me quedaba encerrada. Miré el reloj: eran casi la 6. Yo, absorta en mi labor, no me percaté de que se había hecho tarde.

Inspeccioné todas las salidas y, al fin, en la parte posterior de las instalaciones, di con un portón por debajo del cual podía pasar, arrastrándose, una persona. Pasé primero mi bolso; luego me acosté boca arriba, y poco a poco me fui deslizando hasta el otro lado.
Recogí mi bolso y me encaminé hacia el coche, que estaba estacionado en un terreno de atrás del edificio. Por dondequiera creía ver sombras fantasmales.
De pronto oí voces. Miré a todas partes y vi que me seguían por lo menos ocho muchachos. Estaban a media calle de distancia. A pesar de la oscuridad, pude ver que llevaban la insignia de una pandilla.

-¡Oye! -gritó uno de ellos-, ¿eres maestra?
-¡Qué va! -dijo otro-. Es muy joven. Debe de ser ayudante.
Apreté el paso, pero no dejaron de importunarme.
-No está nada fea -dijo otra voz.

Casi corriendo, metí la mano en el bolso para sacar el llavero. Si tengo las llaves en la mano, pensé, podré abrir la portezuela del coche y meterme antes de que... El corazón quería salírseme del pecho.
Registré frenéticamente el bolso, ¡pero no encontré el llavero!
-¡Corran! ¡Que no se nos escape!
-rugió otro de los pandilleros.

¡Dios mío, por favor, ayúdame!, recé en silencio. En eso, mis dedos se toparon con una llave suelta. Sin siquiera saber si era de mi auto, la saqué y la apreté en el puño.
Llegué corriendo a donde estaba el coche y metí la llave en la cerradura. ¡Abrió! Entré, y puse el seguro en el preciso instante en que la pandilla rodeaba el auto y comenzaba a patearlo y darle puñetazos. Estremecida, puse en marcha el motor y me alejé de allí.
Esa misma noche, regresé a la escuela acompañada de varios maestros. Sirviéndonos de unas linternas de pilas, encontamos el llavero junto a la puerta por la que salí. Evidentemente, se había salido del bolso cuando me arrastré.
Ahora bien, ¿de dónde me había llegado la otra llave?

Acababa de regresar a mi apartamento cuando sonó el teléfono. Era mi padre. Para no preocuparlo, no le dije ni jota de lo sucedido.
-Hija, había olvidado decirte que mandé hacer un duplicado de la llave de tu coche. Lo puse en tu bolso por si alguna vez lo necesitas.
Hasta la fecha conservo esa llave en un cajón de mi tocador, como si fuera un tesoro. Siempre que la tomo, se me vienen a la mente los mil y un gestos maravillosos que a través de los años ha tenido conmigo mi padre. A pesar de que cumplió ya 68 años, y yo 40, continúo acudiendo a él en busca de consejo y de palabras tranquilizadoras.
Por encima de todo, me conmueve profundamente el rasgo de cariño previsor que lo impulsó a mandar hacer el duplicado que probablemente me salvó la vida. Por detalles como este he comprendido que un simple acto de amor puede hacer que sucedan cosas extraordinarias.

® 1991 Por Sharon Whitley, condensado del "San Diego Unión" (15-VI-1991), de San Diego, California.

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